Cortar la leña, acarrear el agua

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Hay que hacer cosas. Hay que hacer cosas tangibles, concretas, tareas diarias de la vida, hay que hacer la cama y preparar el desayuno y fregar después las cosas del desayuno y dejar la casa ordenada antes de salir. Lo pienso más estos días, porque Elvira estaba en España y era yo inevitablemente quien tenía que hacer todas las tareas que habitualmente nos repartimos, en primer lugar no aprovechar la soledad para ceder a la negligencia masculina. Hay que guardar de nuevo en el armario del cuarto de baño el cepillo y la pasta de dientes. Hay que hacer la compra y hay que hacer la comida, y recoger luego la cocina, y preparar el café. Las tareas cotidianas anclan en la realidad y ordenan el tiempo. A la mente humana no le sienta bien la dedicación exclusiva a trabajos intelectuales y quimeras, por muy nobles que sean. Después de escribir durante varias horas nada es más saludable que preparar la cena. La pasividad física debilita el pensamiento. Lo sabían bien los monjes medievales, que por eso inventaron el mandamiento doble de ora et labora. Ese es el sentido de la frase de Santa Teresa, que Dios anda también entre los pucheros. Es una cautela universal. Hay un proverbio Zen en el que se pregunta: ¿Qué es Zen? Y la respuesta es: Cortar la leña, acarrear el agua. Hacer cosas nos vuelca obligatoriamente en la realidad exterior; nos alivia la tentación al desorden de las ensoñaciones, que es y ha sido la fuente de tantos delirios catastróficos para la humanidad. ¿Estás seguro de cuál es la mejor manera de arreglar el mundo? Ocúpate primero de cocinar unas lentejas. Tienes una idea fulgurante para una gran novela: déjala reposar un rato mientras haces la compra o guardas cola en la pescadería.

Estos días pasados en los que era casi verano me estuve fijando en un vecino que trabajaba en el alcorque de un árbol en nuestra acera anchurosa de la calle 106. Los árboles los planta el ayuntamiento: suelen ser los vecinos los que cuidan el espacio alrededor, ponen una pequeña verja metálica o un arriate, cavan y estercolan la tierra, plantan flores y las cuidan. El vecino dedicó un día entero y parte del otro a adornar el contorno del pequeño olmo que hay delante de su edificio. Ensimismado, durante horas, cavando la tierra, vertiendo estiércol con las manos, sembrando. Incluso tenía varios adoquines. Mezcló un poco de cemento y con un palustre y bastante destreza hizo el cuadrilátero del arriate. Yo lo veía desde mi ventana, absorto, feliz, arrodillado, sin levantar cabeza. La tierra removida y quizás sembrada la ha dejado cubierta por ramas de uno de los abetos de la última Navidad.